miércoles, 28 de mayo de 2008

A mi querido amigo Luisma.

Caminábamos despacio, sin prisa, remoloneando cada paso. Nos sabíamos unidos y por eso no intercambiábamos palabras, ni miradas, ni gestos. No hacía falta, compartíamos los mismos pensamientos abruptos y secos, la misma perplejidad absurda y los mismos rubores de dudas extrañas.

Era la primera vez que enfrentábamos algo parecido, y eso nos daba cierta inseguridad y parsimonia artificial. En realidad, no sabíamos muy bien lo que pasaba. Nos sentíamos como ajenos a nosotros mismos: ajenos a nuestros pantalones cortos, ajenos a la gravilla que íbamos moviendo y ajenos al ocalitar que ya dejábamos atrás.

Un poco más abajo, a la derecha, se empezaban a divisar los desvencijados muros que circundaban Camplengo. Los cipreses ya los habíamos visto un poco antes, cuando alguien dijo que estábamos llegando. Entonces nadie quiso comandar la solitaria comitiva.

Se veía gente junto a la verja de entrada. Todos mirábamos inquietos, como queriendo y no queriendo atisbar algún movimiento extraño: Un coche negro que se acercara, un portón trasero que se abriera, unos brazos que sacaran a cámara lenta un ataud lleno.

Individualmente, nadie queríamos estar allí. Respondíamos a una llamada gregaria, a un toque de corneta colectivo, a una desazón común que nos paralizaba.

Todavía no nos hacíamos preguntas interiores, ni por supuesto compartidas. Sencillamente éramos un torpe ejército de soldaditos de plomo, un puñado de naúseas boca abajo, una deslabazada manifestación de cuerpecitos serios y frágiles. La misma fragilidad que nos heló el espinazo cuando un coche negro se fue acercando.

domingo, 25 de mayo de 2008

Sueño de otoño.

La campana del asilo me avisó de que era hora de regresar. Más allá de los castros de Poo se podía ver ya el cielo atormentado. La mar empezaba ya a fundirse en plomo y el viento gallego la coronaba de borreguitos.

Noté algo de fresco cuando comencé a bajar por entre las desnudas higueras del paseo de San Pedro. Así es el otoño, que cambia el bullicio por el crujir de hojas y el escalofrío incómodo.

No quise hacer ruido al entrar. Cerré la puerta despacito acomodándola con suavidad en su dintel.

Vi luz en el cuartito de estar y supuse que estaría allí: como siempre, frente a la mesa camilla, con sus recuerdos, sus recreaciones y algún que otro vago suspiro. No me oyó llegar, así que me aproximé con sigilo, no fuera que estuviera durmiendo.

Por encima de su cansado hombro, acerté a leer algo que escribía:

"La campana del asilo me avisó de que era hora de regresar. Más allá de los castros ..."

miércoles, 21 de mayo de 2008

NO HAY TÍTULO

Nunca te sientas solo,
pues hay miles de aves
que se posarían
en tu mano serena.
Llora cuanto quieras,
porque tu lágrimas
riegan las flores
que crecen en tu alma.
Sonríe sin enterarte,
que siempre
habrá una mirada
que la dibuje y la guarde.
Besa siempre,
porque cada beso
difumina las sombras.
Rebélate en gritos,
pues el silencio
encierra miserias.
Abre la ventana y respira,
verás el cielo
entrando en tu pecho.
Sal del escombro
doblando mapas pasados,
porque te esperan
arcos de iris en tu boca.
No me hagas caso
y recorre tu geografía,
te llenarás del salitre
de tus propios océanos.

lunes, 19 de mayo de 2008

Plaza de Santa Ana (Llanes)

No sé si me gustan las dualidades. No sé si me convence el ying/yang. No sé si me atraen más las fotos en blanco y negro ó en color.
Bueno, en realidad llevo casi 52 años habituado a no estar seguro de casi nada. No me resulta incómodo, pero tampoco organizo una fiesta por ello.
No me gustaría que se tomase mi reflexión como un deseo de sublimación intelectualoide (nada más lejos de mi vocación), tampoco me entendais como una persona insegura (nada más lejos de mi mismo). Debo confesar que no estoy seguro sobre las cosas que no me importan. ¿Qué preferís, las patatas fritas de Chicago ó las de Detroit?
Yo os pongo unos ejemplos reales de cosas que no sé si me gustan o no. Vosotros me direis.
  • Guitarras con el clavijero en lo alto del mástil ó escondido detrás de él.
  • El olor de la tierra después de la lluvia (pensarlo bien, yo hace tiempo creí que me gustaba).
  • Las manzanas caramelizadas que venden los feriantes.
  • El arte abstracto.
  • La sopa de bolitas vs. la sopa de estrellitas.
  • Los insectos.
  • Montarme en una montaña rusa.
  • Pescar.
  • Las aceitunas rellenas frente a las que tienen hueso.
  • Las peras.
  • Dormirme en el sofá viendo una película de romanos ó viendo un documental.
  • El gótico ó el románico.
  • Follar ó hacer el amor.
  • Los gallineros.
  • Bambi ó Dumbo.
  • El imbécil de Piolín ó el gilipollas de Mickey.
  • Rocío Jurado vs. "la Pantoja".
  • El modernismo ó el clasicismo.
  • El color negro.
  • Hablar en serio o hablar en broma.
  • Los pistachos.

En fin, todas estas chorradas que os he expuesto y otras que no he citado porque no me apetece y porque me voy a la cama queestoymuertitodesueño. Al menos me he entretenido un rato. Tontamente, lo sé, pero me he entretenido.

lunes, 12 de mayo de 2008

LAS MIMOSAS (2)

Ya tenía 16 años cuando volví por aquel lugar. Ibamos en pandilla a pasar las tardes de verano.
Generalmente organizábamos algún tipo de merendola. Hacíamos un pequeño fuego y allí, en esa precariedad de instalación culinaria. Un día tocaba tortilla de patatas que siempre quedaba rota, pegada y quemada. Otro día le tocaba el turno a la chocolatada, siempre demasiado líquida.
Lo más socorrido eran las chorizadas: bastaba un chorizo, un palo fino y resistente que lo atravesara y al fuego cinco o diez minutos, según la paciencia de cada uno. Para beber acarreábamos un bidón con 12 litros de sangría que poníamos a enfriar en el río.
El río, riachuelo, que pasaba junto a los restos de la bolera era el Melandro. El mismo que, pasado Pancar cambia el nombre hasta morir en la mar de Llanes: el Carrocedo. "Llagrimina de Dios / Rapaz parlleru / Enriedador y espumosu gorgoritu / Gotera d'un Llagar del infinitu..."
Después de merendar venía el baile. La sangría ya había despejado las inhibiciones.
Llevábamos un tocadiscos de pilas marca Philips que adorábamos como a un totem. Enseguida sonaban canciones como "Ayer y hoy" de Formula V, "Wigth is Wigth" de Kerouacs o el "Ponte de rodillas" de los Canarios. Siempre "pinchaba" el más despechado, el que tenía que estar melancólico, el que necesitaba recuperar su amor perdido. Y la verdad es que rara vez se obtenía éxito con esa estrategía, pero nos parecía la adecuada a la situación. Otros se hacían los interesantes, con éxito, y se alejaban del baile para subirse a los árboles, vadear el río sobre un tronco caído o sencillamente cortar ramas para hacer cachavas.
Yo, que generalmente ya estaba emparejado, me tumbaba sobre el murete que delimitaba la bolera, apoyaba mi cabeza en el regazo de Pilar ("Pilarín mano fría") y me dejaba quitar las espinillas propias de la edad.
Ya al anochecer desandabamos el camino mientras la oscuridad ocultaba los castos besos de los que habían ligado.

sábado, 10 de mayo de 2008

Las Mimosas

Cuando llegábamos al paso nivel de Pancar, tomábamos la vía de la FEVE en dirección a San Roque del Acebal.
Ante nosotros se abría una larga recta con un angosto sendero en el margen situado a nuestra izquierda. A unos trescientos metros se veía el tunel que daba suelo a la carretera N-634 y marcaba la desviación hacia "Las Mimosas". Más arriba, la sierra del Cuera nos cerraba poderosamente el acceso al sur.
Antes de llegar al pequeño tunel, o puente según se mire, dejábamos atrás la chopera. Lugar donde, a orillas del río Melandro, solíamos también organizar nuestras chocolatadas, tortilladas o chorizadas. Poco más adelante, cruzábamos la vía y nos encaminábamos por una minúscula senda en un leve descenso. Allí, rodeados de bardios, helechos y avellanos, divisábamos lo que en su día fue el merendero de "Las Mimosas".
Recuerdo haber estado allí de muy niño con mis padres. Cuando la bolera funcionaba y aún la hierba no la había cubierto; cuando la tosca casa de piedra no se había vencido por el abandono y servía como merendero. Yo tendría dos o tres años, pero conservo un vago recuerdo, una sensación remota de bienestar.
(Continuará)