miércoles, 28 de mayo de 2008

A mi querido amigo Luisma.

Caminábamos despacio, sin prisa, remoloneando cada paso. Nos sabíamos unidos y por eso no intercambiábamos palabras, ni miradas, ni gestos. No hacía falta, compartíamos los mismos pensamientos abruptos y secos, la misma perplejidad absurda y los mismos rubores de dudas extrañas.

Era la primera vez que enfrentábamos algo parecido, y eso nos daba cierta inseguridad y parsimonia artificial. En realidad, no sabíamos muy bien lo que pasaba. Nos sentíamos como ajenos a nosotros mismos: ajenos a nuestros pantalones cortos, ajenos a la gravilla que íbamos moviendo y ajenos al ocalitar que ya dejábamos atrás.

Un poco más abajo, a la derecha, se empezaban a divisar los desvencijados muros que circundaban Camplengo. Los cipreses ya los habíamos visto un poco antes, cuando alguien dijo que estábamos llegando. Entonces nadie quiso comandar la solitaria comitiva.

Se veía gente junto a la verja de entrada. Todos mirábamos inquietos, como queriendo y no queriendo atisbar algún movimiento extraño: Un coche negro que se acercara, un portón trasero que se abriera, unos brazos que sacaran a cámara lenta un ataud lleno.

Individualmente, nadie queríamos estar allí. Respondíamos a una llamada gregaria, a un toque de corneta colectivo, a una desazón común que nos paralizaba.

Todavía no nos hacíamos preguntas interiores, ni por supuesto compartidas. Sencillamente éramos un torpe ejército de soldaditos de plomo, un puñado de naúseas boca abajo, una deslabazada manifestación de cuerpecitos serios y frágiles. La misma fragilidad que nos heló el espinazo cuando un coche negro se fue acercando.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Recuerdo también mi primera vez. El destemple y sentimiento por la pérdida y a la vez, la curiosidad de observar a los adultos y su comportamiento. Odio las frases hechas en esa situación.
Besitos y muy bonito escrito.
Lur